El ingeniero y montañista Rodrigo Jordan acaba de finalizar una nueva expedición a la Antártica. Esta vez, como parte de un equipo multidisciplinario, que navegó en kayak por la región para ver cómo ha afectado el cambio climático al continente menos contaminado del planeta. Luego de cinco semanas remando, Jordan concluye que los cambios saltan a la vista y son alarmantes. Aquí narra su experiencia en exclusiva.
Por Rodrigo Jordan, desde la Península Antártica. Edición: M. Soledad Holley
Es difícil imaginar que el cambio climático es real hasta que lo ves con tus propios ojos. Y en la Antártica de hoy, esos cambios tan dramáticos son más que evidentes. Es lo que hemos podido apreciar luego de casi cinco semanas navegando por esta región, a la que he ido varias veces antes. Aunque nunca como ahora: a nivel del agua, remando, a bordo de un kayak.
Este circuito es la culminación de Ocean's 8, el proyecto de Jon Bowermaster, periodista amante de la vida al aire libre y cronista de National Geographic y The New York Times, con el que ha recorrido los cinco continentes durante casi diez años, verificando la salud de los mares, combinando aventura y ciencia.
A la Antártica partimos la víspera de Año Nuevo desde Puerto Williams, a bordo del velero Pelagic Australis. El primer objetivo era la isla Rey Jorge, donde se encuentra la base chilena Frei. Un mes antes, Jon habia dejado los kayaks esperando ahí. Viajábamos con incertidumbre. El itinerario original de nuestra expedición pretendía recorrer la costa este de la Península Antártica. Específicamente el sector donde hace cinco años se desprendió la gigantesca placa Larsen. Queríamos circunnavegar la isla Ross, en el mar de Weddell, para tomar muestras de nieve fresca que serían analizadas luego. También queríamos hacer recuentos de animales y analizar la situación de los hielos desde el agua. Pero los reportes no eran auspiciosos. Luego de un sobrevuelo, decidimos suspender la misión. La cantidad de hielo acumulado hacía imposible la navegación. Así que optamos por cambiar la ruta e ir lo más al sur posible por el lado oeste. Más allá de donde llega la mayoría de los cruceros de turismo.
La ruta definitiva
La mejor forma de conocer el mundo es caminando. Así uno puede ver las cosas en su justa perspectiva. Y el kayak es lo más parecido a caminar en el agua, con los hielos al alcance de la mano. De esta manera, es posible apreciar mejor los niveles de conservación en la zona.
Más al sur de las rutas comerciales, más allá del Canal Lemaire y la base ucraniana Vernadsky, pudimos apreciar sitios con altos niveles de conservación, donde todo está aún intacto. Algo ya difícil de ver en sitios como las Islas Shetland o en el Estrecho de Gerlache.
Si esto fuese un artículo turístico, recomendaría detenerse en la Bahía Paraíso, el Canal Lemaire, las Islas Argentinas, donde está la base Vernadsky y el instrumento con el cual se descubrió el fenómeno del hoyo en la capa de ozono; y el paralelo 67, el punto más austral al que llegamos, luego de que el hielo nos impidiese seguir.
En ésta, nuestra "frontera", el Pelagic tiró el ancla sobre un témpano, bajamos los kayaks y navegamos en los pequeños canales que se producen entre los hielos. Y pudimos replicar una de las fotos clásicas del viaje del explorador antártico Ernest Shackleton, donde se ve su barco, Endurance, atrapado al fondo, mientras la tripulación juega un partido de fútbol.
La nueva Antártica
Es imposible ir a la Antártica y no dejarse maravillar ante el espectáculo que se despliega. Aunque uno haya hecho el viaje ya varias veces.
Nunca imaginé que habría tantas diferencias con mis expediciones anteriores. No sólo geográficas. Antes había estado en el desierto antártico, en el centro del continente, donde no hay nada, mientras que a la orilla del mar está lleno de vida, en un espectáculo sólo comparable quizá a las Galápagos.
Acá la fauna no tiene ninguna consideración (ni temor) al ser humano. Los pingüinos saltan al lado mientras uno rema, las focas leopardo miran tranquilas desde los témpanos y hasta las ballenas jorobadas se animan a juguetear alrededor de yates como el nuestro.
Pero las diferencias que se hacen sentir son otras. La presencia humana es una de ellas. El turismo aumenta y se nota. No sólo son grandes cruceros sino también veleros privados. Tantos que en sitios como Port Lockroy echamos ancla junto a otros siete yates.
Port Lockroy, por cierto, es una antigua base inglesa atendida por tres personas que pertenecen a una organización de conservación británica. Aquí funciona una oficina de correos, donde cada año despachan 80.000 postales. Sólo el año pasado recibieron 17.000 visitantes, y calculan que este año tendrán mil personas más. Y esa cifra no refleja los grandes barcos que vienen pero no desembarcan gente.
Afortunadamente, muchos de los operadores turísticos de la Antártica firmaron el pacto de la IAATO (International Association of Antarctic Tour Operators), que impone una serie de restricciones a la hora de visitar el continente, como el manejo de los desechos, las formas de aproximación a la fauna y la obligación de dejar todo intacto. Pero con el aumento del turismo, se han sumado operadores que no han firmado el tratado. Un escenario que podría permitir el desembarco descontrolado de personas.
El incremento del turismo además trae aparejado el riesgo de accidentes. Ya se ha sabido de dos durante esta temporada: el naufragio del Explorer en noviembre y el accidente del Fram, del cual se habló menos porque no tuvo mayores repercusiones. A la mayoría de la gente se le olvida que la Antártica sigue siendo un ambiente hostil, duro e impredecible, y lo más grave del caso es que no existe un procedimiento específico para abordar dichos imprevistos. Y como tampoco hay una autoridad antártica, es muy difícil de administrar, ya que requiere de buena fe y disposición por parte de los distintos actores.
La otra gran diferencia con mis anteriores viajes son los vestigios dejados por los antiguos exploradores de la Antártica. Hay muchas bases que pertenecieron a la British Antarctic Survey durante las décadas del 40, 50 y 60, y que hoy están abandonadas. Algunas de ellas, como Port Lockroy, han sido recuperadas como monumento histórico y son mantenidas por alguna organización de preservación.
Sin embargo, hay otras, como la W, que están intactas. Y al entrar, uno siente que los viejos exploradores pueden volver en cualquier minuto. Están los desatornilladores en el taller, los esquís en la puerta, las chaquetas colgadas, las teteras arriba de la cocina. Es un sitio impresionante porque refleja lo que fue todo ese espíritu expedicionario de una segunda racha de exploradores, de los cuales se habla muy poco y que son posteriores a los históricos Shackleton y Scott. Es gente que se pasó dos o tres años en la Antártica, que recorrió toda la Península y que no venía por el trabajo exclusivamente.
El vertiginoso calentamiento
Decía antes que es difícil dimensionar las consecuencias del cambio climático hasta que ves sus consecuencias.
En este lugar, cada cambio se nota de manera definitva.
Durante la expedición, una de las huellas que más nos impactó fue el efecto en la fauna.
La base chilena Gabriel González Videla está montada, literalmente, sobre una pingüinera. Revisando material y fotos antiguas, uno puede apreciar que la población de pingüinos correspondía a la especie Barboquejo. Lo que se ve actualmente en los alrededores de las instalaciones militares (ésta es una base de la Fuerza Aérea) son de la variedad Papúa, una variedad que solía encontrarse mucho más al norte.
En la base Palmer, perteneciente a Estados Unidos, explican que las aguas de la Antártica han subido de 4 a 5 grados de temperatura en los últimos veinte años. Una diferencia significativa para un ecosistema tan sensible como éste. Y debido a este fenómeno, los pingüinos Barboquejo y Adelia, que son antárticos, se han tenido que trasladar más hacia al sur, a sectores más fríos, y le han dejado el espacio a los Papúa, que son subantárticos y están más acostumbrados a estas tibiezas.
El otro hecho que impresionó a la expedición fue el Cabo Renard, ubicado en la entrada norte del Canal Lemaire.
Se trata de una de las fotografías más típicas de la Antártica, donde se aprecian dos montañas, que parecen senos. Sin embargo, como se ha ido derritiendo el hielo, se ha descubierto que en realidad se trata de una isla y no parte del continente. El calentamiento global y el retroceso de los hielos están dando paso a figuras geográficas que antes se suponía no existían. O que los mapas no habían registrado.
El cambio ha sido tal que durante la travesía gozamos de un clima inusitadamente bueno para la Antártica. Hablamos de temperaturas de tres o cuatro grados durante el día.
A los mismos compañeros de expedición les llamó la atención, porque en la mayoría de sus respectivas ciudades natales -ubicadas en Montana o Nueva York, por ejemplo-, hace mucho más frío en invierno. Mientras Skip Novak, el capitán del velero, que lleva veinte años viajando a la Antártica, decía que nunca le habían tocado condiciones mejores.
Fue ese mismo buen clima el que nos jugó una mala pasada a la hora de intentar hacer montañismo, porque las condiciones de la nieve eran pésimas. Me sentí muy frustrado. Lo intentamos en dos oportunidades. En la primera, cerca de la base W, armamos campamento y tuvimos que esperar dos días condiciones mejores, porque nos agarró una tormenta de nieve que no nos dejó hacer mucho. El segundo intento fue en las inmediaciones de Port Lockroy, donde además de impotencia, sentí miedo. Estuvimos bastante cerca de hacer cumbre, pero el peligro de avalancha de placas era inminente, con grietas por todas partes.
Las peores condiciones se dieron la última semana, cuando ya navegábamos de regreso a Puerto Williams y nos tocó una lluvia torrencial, pero al estilo de las de Valdivia o Puerto Montt. Algo nuevamente inusual para la Antártica.
Mientras llovía, pudimos ver una colonia de pingüinos Papúa cuyos polluelos tiritaban de frío. Como todavía no han cambiado el plumaje, no están suficientemente preparados para resistir el agua. Los científicos de la base Palmer temían que muchos de ellos murieran de frío.
Las cosas en la Antártica están definitivamente diferentes. ?
Artículo publicado en el diario El Mercurio de Chile, el 10 de Febrero de 2008.
Es difícil imaginar que el cambio climático es real hasta que lo ves con tus propios ojos. Y en la Antártica de hoy, esos cambios tan dramáticos son más que evidentes. Es lo que hemos podido apreciar luego de casi cinco semanas navegando por esta región, a la que he ido varias veces antes. Aunque nunca como ahora: a nivel del agua, remando, a bordo de un kayak.
Este circuito es la culminación de Ocean's 8, el proyecto de Jon Bowermaster, periodista amante de la vida al aire libre y cronista de National Geographic y The New York Times, con el que ha recorrido los cinco continentes durante casi diez años, verificando la salud de los mares, combinando aventura y ciencia.
A la Antártica partimos la víspera de Año Nuevo desde Puerto Williams, a bordo del velero Pelagic Australis. El primer objetivo era la isla Rey Jorge, donde se encuentra la base chilena Frei. Un mes antes, Jon habia dejado los kayaks esperando ahí. Viajábamos con incertidumbre. El itinerario original de nuestra expedición pretendía recorrer la costa este de la Península Antártica. Específicamente el sector donde hace cinco años se desprendió la gigantesca placa Larsen. Queríamos circunnavegar la isla Ross, en el mar de Weddell, para tomar muestras de nieve fresca que serían analizadas luego. También queríamos hacer recuentos de animales y analizar la situación de los hielos desde el agua. Pero los reportes no eran auspiciosos. Luego de un sobrevuelo, decidimos suspender la misión. La cantidad de hielo acumulado hacía imposible la navegación. Así que optamos por cambiar la ruta e ir lo más al sur posible por el lado oeste. Más allá de donde llega la mayoría de los cruceros de turismo.
La ruta definitiva
La mejor forma de conocer el mundo es caminando. Así uno puede ver las cosas en su justa perspectiva. Y el kayak es lo más parecido a caminar en el agua, con los hielos al alcance de la mano. De esta manera, es posible apreciar mejor los niveles de conservación en la zona.
Más al sur de las rutas comerciales, más allá del Canal Lemaire y la base ucraniana Vernadsky, pudimos apreciar sitios con altos niveles de conservación, donde todo está aún intacto. Algo ya difícil de ver en sitios como las Islas Shetland o en el Estrecho de Gerlache.
Si esto fuese un artículo turístico, recomendaría detenerse en la Bahía Paraíso, el Canal Lemaire, las Islas Argentinas, donde está la base Vernadsky y el instrumento con el cual se descubrió el fenómeno del hoyo en la capa de ozono; y el paralelo 67, el punto más austral al que llegamos, luego de que el hielo nos impidiese seguir.
En ésta, nuestra "frontera", el Pelagic tiró el ancla sobre un témpano, bajamos los kayaks y navegamos en los pequeños canales que se producen entre los hielos. Y pudimos replicar una de las fotos clásicas del viaje del explorador antártico Ernest Shackleton, donde se ve su barco, Endurance, atrapado al fondo, mientras la tripulación juega un partido de fútbol.
La nueva Antártica
Es imposible ir a la Antártica y no dejarse maravillar ante el espectáculo que se despliega. Aunque uno haya hecho el viaje ya varias veces.
Nunca imaginé que habría tantas diferencias con mis expediciones anteriores. No sólo geográficas. Antes había estado en el desierto antártico, en el centro del continente, donde no hay nada, mientras que a la orilla del mar está lleno de vida, en un espectáculo sólo comparable quizá a las Galápagos.
Acá la fauna no tiene ninguna consideración (ni temor) al ser humano. Los pingüinos saltan al lado mientras uno rema, las focas leopardo miran tranquilas desde los témpanos y hasta las ballenas jorobadas se animan a juguetear alrededor de yates como el nuestro.
Pero las diferencias que se hacen sentir son otras. La presencia humana es una de ellas. El turismo aumenta y se nota. No sólo son grandes cruceros sino también veleros privados. Tantos que en sitios como Port Lockroy echamos ancla junto a otros siete yates.
Port Lockroy, por cierto, es una antigua base inglesa atendida por tres personas que pertenecen a una organización de conservación británica. Aquí funciona una oficina de correos, donde cada año despachan 80.000 postales. Sólo el año pasado recibieron 17.000 visitantes, y calculan que este año tendrán mil personas más. Y esa cifra no refleja los grandes barcos que vienen pero no desembarcan gente.
Afortunadamente, muchos de los operadores turísticos de la Antártica firmaron el pacto de la IAATO (International Association of Antarctic Tour Operators), que impone una serie de restricciones a la hora de visitar el continente, como el manejo de los desechos, las formas de aproximación a la fauna y la obligación de dejar todo intacto. Pero con el aumento del turismo, se han sumado operadores que no han firmado el tratado. Un escenario que podría permitir el desembarco descontrolado de personas.
El incremento del turismo además trae aparejado el riesgo de accidentes. Ya se ha sabido de dos durante esta temporada: el naufragio del Explorer en noviembre y el accidente del Fram, del cual se habló menos porque no tuvo mayores repercusiones. A la mayoría de la gente se le olvida que la Antártica sigue siendo un ambiente hostil, duro e impredecible, y lo más grave del caso es que no existe un procedimiento específico para abordar dichos imprevistos. Y como tampoco hay una autoridad antártica, es muy difícil de administrar, ya que requiere de buena fe y disposición por parte de los distintos actores.
La otra gran diferencia con mis anteriores viajes son los vestigios dejados por los antiguos exploradores de la Antártica. Hay muchas bases que pertenecieron a la British Antarctic Survey durante las décadas del 40, 50 y 60, y que hoy están abandonadas. Algunas de ellas, como Port Lockroy, han sido recuperadas como monumento histórico y son mantenidas por alguna organización de preservación.
Sin embargo, hay otras, como la W, que están intactas. Y al entrar, uno siente que los viejos exploradores pueden volver en cualquier minuto. Están los desatornilladores en el taller, los esquís en la puerta, las chaquetas colgadas, las teteras arriba de la cocina. Es un sitio impresionante porque refleja lo que fue todo ese espíritu expedicionario de una segunda racha de exploradores, de los cuales se habla muy poco y que son posteriores a los históricos Shackleton y Scott. Es gente que se pasó dos o tres años en la Antártica, que recorrió toda la Península y que no venía por el trabajo exclusivamente.
El vertiginoso calentamiento
Decía antes que es difícil dimensionar las consecuencias del cambio climático hasta que ves sus consecuencias.
En este lugar, cada cambio se nota de manera definitva.
Durante la expedición, una de las huellas que más nos impactó fue el efecto en la fauna.
La base chilena Gabriel González Videla está montada, literalmente, sobre una pingüinera. Revisando material y fotos antiguas, uno puede apreciar que la población de pingüinos correspondía a la especie Barboquejo. Lo que se ve actualmente en los alrededores de las instalaciones militares (ésta es una base de la Fuerza Aérea) son de la variedad Papúa, una variedad que solía encontrarse mucho más al norte.
En la base Palmer, perteneciente a Estados Unidos, explican que las aguas de la Antártica han subido de 4 a 5 grados de temperatura en los últimos veinte años. Una diferencia significativa para un ecosistema tan sensible como éste. Y debido a este fenómeno, los pingüinos Barboquejo y Adelia, que son antárticos, se han tenido que trasladar más hacia al sur, a sectores más fríos, y le han dejado el espacio a los Papúa, que son subantárticos y están más acostumbrados a estas tibiezas.
El otro hecho que impresionó a la expedición fue el Cabo Renard, ubicado en la entrada norte del Canal Lemaire.
Se trata de una de las fotografías más típicas de la Antártica, donde se aprecian dos montañas, que parecen senos. Sin embargo, como se ha ido derritiendo el hielo, se ha descubierto que en realidad se trata de una isla y no parte del continente. El calentamiento global y el retroceso de los hielos están dando paso a figuras geográficas que antes se suponía no existían. O que los mapas no habían registrado.
El cambio ha sido tal que durante la travesía gozamos de un clima inusitadamente bueno para la Antártica. Hablamos de temperaturas de tres o cuatro grados durante el día.
A los mismos compañeros de expedición les llamó la atención, porque en la mayoría de sus respectivas ciudades natales -ubicadas en Montana o Nueva York, por ejemplo-, hace mucho más frío en invierno. Mientras Skip Novak, el capitán del velero, que lleva veinte años viajando a la Antártica, decía que nunca le habían tocado condiciones mejores.
Fue ese mismo buen clima el que nos jugó una mala pasada a la hora de intentar hacer montañismo, porque las condiciones de la nieve eran pésimas. Me sentí muy frustrado. Lo intentamos en dos oportunidades. En la primera, cerca de la base W, armamos campamento y tuvimos que esperar dos días condiciones mejores, porque nos agarró una tormenta de nieve que no nos dejó hacer mucho. El segundo intento fue en las inmediaciones de Port Lockroy, donde además de impotencia, sentí miedo. Estuvimos bastante cerca de hacer cumbre, pero el peligro de avalancha de placas era inminente, con grietas por todas partes.
Las peores condiciones se dieron la última semana, cuando ya navegábamos de regreso a Puerto Williams y nos tocó una lluvia torrencial, pero al estilo de las de Valdivia o Puerto Montt. Algo nuevamente inusual para la Antártica.
Mientras llovía, pudimos ver una colonia de pingüinos Papúa cuyos polluelos tiritaban de frío. Como todavía no han cambiado el plumaje, no están suficientemente preparados para resistir el agua. Los científicos de la base Palmer temían que muchos de ellos murieran de frío.
Las cosas en la Antártica están definitivamente diferentes. ?
Artículo publicado en el diario El Mercurio de Chile, el 10 de Febrero de 2008.
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